La llama se empezó a tambalear.
En esa neblina que eran sus dudas, la vela no daba claridad.
Lo sabe.
Y yace expectante al paso del tiempo, al transcurso de sus pensamientos. Espera un milagro, una acción, un cambio de rumbo del viento que entre en su habitación. Necesita de una luz.
De ella.
En silencio la busca. Cierra los ojos fuertemente para, tal vez, verla. Para, tal vez, tenerla por última vez. Su piel sigue alerta por si el aire quiere traer una caricia despistada de sus dedos en la distancia.
Duerme con la ventana abierta, quién sabe, tal vez aparezca de madrugada con un manto de estrellas y le cubra de este frío inerte, de esta espera sin reloj.
Sigue cerrando los ojos tan fuerte que llegan a doler, como sus ojos verdes cuando se clavaban en él. Parece que aún lo siente: aquellas rodillas encogidas y haciéndose hueco en su espalda. Aquella cabeza dormida sobre su hombro sin saber nada.
Desliza los dedos sobre la almohada, haciendo una copia inútil de su piel, viendo que no se estremece como cuando sus dedos caminaban en su espalda. Como ese cosquilleo que se encontraba en cualquier resquicio de ella.
Ya no sabe si tiene los ojos cerrados o está en un leve letargo, pero llega a oír ese "No te vayas" que eriza su piel, alegra e entristece su interior. ¿Cómo puede provocar ambos sentimientos solo tres palabras? Tanta alegría de saber que ella lo siente, tanta tristeza de saber que ya no está.
Entreabre los ojos con la mirada bloqueada.
La llama sigue consumiéndose a mayor velocidad.
"No te vayas" dice con la voz quebrada.
Y se hizo la oscuridad.
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